Reflexiones en la funeraria.



Una mañana cualquiera me llamaron por teléfono y no lo tomé. Aún vivía con mis padres, me dejaba llevar por los senderos de la gran vida y de la falsa felicidad, siempre de fiesta, de celebraciones, fumando y bebiendo como un auténtico Cosaco en las estepas rusas. Mi edad… ¡eso no se pregunta!, mi nombre… ¿y a ustedes qué les importa? Volvió a sonar el teléfono e insistí en no tomarlo porque siempre te dicen malas noticias. En casa no había nadie, eran las dos de la tarde y yo seguía en mi cama, tumbado, dejando pasar el tiempo, esperando a mi madre para que me pusiera un buen plato de comida en la mesa y luego a la próxima fiesta.

El teléfono seguía sonando y por fin decidí salir de la cama y emerger al mundo de los vivos para dirigirme al salón, donde descolgué el aparato y me dijeron: "tu abuelo ha muerto". Era la voz de mi padre, un poco tartamudo por los convulsos gestos que se manifiestan cuando uno está a punto de llorar. Al instante lamenté haber tomado el teléfono, siempre te dicen cosas horrorosas para luego rematarte con la factura del teléfono. Colgué y me dirigí a mi cuarto.



Abrí el armario y observé mi estúpida materia corpórea reflejada en el espejo de una de las puertas. Estaba extremadamente delgado, se me veían las venas de los brazos, mis piernas parecían palos de fregona y yo no me lo explicaba porque comía como si no hubiera un mañana. A mi abuelo le habían dado ya tres infartos, una angina de pecho, una trombosis, le hicieron un bypass y dos prótesis en brazos y piernas y, a pesar de todo, no dejó de fumar y de comer todo lo que no debía comer hasta el mismísimo día de su muerte.



¿Tenía que llorar?, ¿debía estar triste? Yo creo que no, me alegré y sonreí porque mi abuelo había conseguido su objetivo, él no quería vivir, fue una especie de suicidio estoico, en cierto modo para muchas religiones y legislaciones de otros países era todo un hereje, un pecador o un criminal. Pero a mi abuelo le daría igual la legislación.

Cuando llegué al velorio entré un poco nervioso porque no conocía a nadie y estaba un poco arruinado anímicamente porque sabía que no iba a poder salir con mis amigos durante la noche que se avecinaba. Fui a la sala uno y nada, a la dos y nada, a la tres y nada, a la cuatro y nada, finalmente mi abuelo estaba en la última, en la quinta. Allí vi a toda mi familia llorando junto con un montón de desconocidos. Cuando me vieron se arremolinaron a mi alrededor y me dieron un millón de pésames, y les dije que no los quería, que miraran a mi abuelo, que se estaba riendo de todos nosotros. Todos le echaron un vistazo y contemplaron su rictus y su gesto sereno.



En estos lugares no suelo abrir mucho la boca, pues mis ideas ofenden. Creo que la muerte debe festejarse, no esconde en sí misma nada trágico, es tan natural como el parto, sólo que irreversible: la muerte debe hacerse o bien o mal a la primera. La tragedia existe en el modo de morir, no en la muerte. De hecho pienso que la gente llora porque no sabe enfrentarse a la expiración, temen su propio final, en el fondo envidian al cadáver. ¿Si tanto se quejan de la vida por qué no se alegran del difunto?, ¿por qué debo llorar si no me duele?

Estas cosas las comentaba porque me preguntaban, y encima se enfadaban conmigo, diciéndome que era un nieto cruel e insensible. La muerte es una despedida, la mayor y más grande de todas, la sublime, y sin embargo y por eso debemos festejarla como uno de nuestros mejores regalos divinos, pues la mortalidad es una virtud, el consuelo de que todo sufrimiento, toda amargura y dolor pueden encontrar un fin: todo miedo a la muerte surge allí donde se ha sobrevalorado la vida, cuando ambas, vida y muerte, tienen un papel igualmente importante en nuestra existencia.



Muchos decían "qué pena" cuando miraban a mi abuelo en cristianísima postura y gesto. Esas palabras provocaban una risita en mí, pero a pesar de todo respetaba sus visiones trágicas, sombrías y lacrimógenas. Mi abuelo tenía ochenta y nueve años, pesaba ciento veinte kilos, ¡le tenían que poner como mínimo cinco medallas por sobrevivir tanto después de todo lo que se buscó por sus excesos!; y a pesar de todo, por todo ello, sentían pena por él.

Mi abuelo se reiría de ellos, ¿pena?, ¡pena! Ese es el peor homenaje a su nombre, pues la pena sirve para hacer más débil al débil y al fuerte piadoso, no tenía ninguna utilidad en el hombre de voluntad, y mi abuelo era un hombre de voluntad, un ser que no sentía pena por nada ni nadie y que siempre que se caía y podía levantarse se levantaba sin ayuda, como debe ser, porque dejar que los demás te hagan todo es muy fácil y un hombre de voluntad nunca permite que hagan cosas por él, si él mismo es capaz de arreglárselas.



Aún así, nunca le negó a nadie un apoyo siempre que este fuera necesario y merecido. Recuerdo unas palabras de mi abuelo que definen muy bien lo que pensaba al respecto: "dale de beber al que no tenga brazos, lleva de paseo en su silla al que no tiene piernas y guía al ciego de un lado a otro de la carretera, pero nunca hagas de comer a aquel que tiene dos manos para hacérsela".

Como vi que mis ideas no les gustaban a mis familiares tomé la decisión de callarme y sentarme en un sofá para no ofender y observar toda la calamidad que allí se cocía. Me esperaban todo un día y toda una noche haciendo compañía a los míos. Era un acto masoquista, estúpido, una auténtica pérdida de tiempo y de desgaste físico. Pero allí estaba, debía ser políticamente correcto, majaderamente considerado.



Mi abuelo se encontraba en un pequeño cuarto, yo podía verlo tras un cristal muy ancho del que salía aire frío. El féretro era de buena madera y espacioso, pero mi abuelo cabía ajustado, como si estuviera en el metro los días de mucha afluencia, donde todos los seres, metidos en alguno de esos vagones parecidos a latas de conserva, se ensardinaban. Habían decorado su estancia con anillos de flores y ramos y más ramos: "TUS NIETOS NO TE OLVIDAN, TUS HIJOS NO TE OLVIDAN, ETC". ¿Y qué misión tenía todo eso? Yo no se la encontraba, pero tal vez así algunos demostraban lo que no pudieron demostrar cuando mi abuelo estaba vivito y coleando.

Sin embargo, pienso que un acto de verdadero amor no debe demostrarse con objetos, y menos en una despedida de tal magnitud, donde cada ser emprende un viaje a la nada, o mejor dicho a lo desconocido. El féretro, las flores, las lágrimas, ¡todo tenía un coste tan alto!… ¿y merece la pena pagarlo?, ¿no es absurdo que después de tantas generaciones y de tanta historia del hombre no seamos capaz de encajar la muerte con más dignidad y con la cabeza bien alta?, ¿de qué tenemos miedo y qué nos preocupa realmente?



La noche hizo acto de presencia, así que fui a la cafetería y me comí un bocadillo. Luego volví al sofá. Me di cuenta de que era sábado y que la sala estaba llena de arriba abajo con gente riéndose y charlando de cualquier cosa menos de los fallecidos. "¡Qué hipocresía", me dije, "¡me censuran por mis ideas porque al parecer faltan el respeto, y ahora ellos se ríen y hablan de lo que se compran y de sus proyectos, incluso insultan y critican a escondidas a sus familiares y qué vergüenza esto y lo otro!". El Velorio parecía un botellón, de verdad, una cosa absurda en el lugar equivocado.

La cafetería estaba abarrotada y solamente las personas más mayores se encontraban cerca de los fallecidos, porque ellos sabían perfectamente que les tocaba pronto su turno y por ello tenían más miedo que nadie. ¿Pero de qué tenían miedo?, ¿del olvido? El olvido es un ataque contra el egocentrismo de cada uno, pues nos damos tanta importancia que nos parece algo terrible no tener un lugar en la eternidad del mundo que se consume entre los hombres. Es tal el miedo… en realidad es impotencia porque una vez en las fauces de la muerte tus manos ya no podrán obrar y harán de tu nombre y de tu cuerpo inerte lo que otros quieran.



La noche ocupó su debido tiempo en el espacio y se hizo larga y soporífera, aburrida y frustrante. Mis ojos se caían una y otra vez y yo debía levantarlos y relevantarlos constantemente. El sueño era tan fuerte que parecía darme sacudidas, zarandeando mi cuerpo hacia los lados, hacia el frente o hacia atrás. Pero aguanté, porque puestos a ser masoquistas, puestos a castigar el ánima y el cuerpo, no iba ser el que menos, sino el que más para reafirmarme en mi idea de que era absurdo, grotesco, una pérdida de tiempo permanecer toda una noche velando.

Desayuné a las ocho de la mañana, poco después de que abriera la cafetería, y a las diez ya estábamos en una capilla donde un cura iba a homenajear con su oratoria a mi abuelo y a los mártires que le habían velado estoicamente como si fueran héroes de la fe. Escuché las palabras sórdidas e impuras del presbítero, aguanté sus modales de escuela y su oratoria aprendida y repetida en miles de lugares distintos para muertos distintos, me aguantaba en silencio para no ofender a nadie, para no hacer pensar a nadie.



Porque seamos sinceros, a las mayorías se las entiende muy bien aunque no lleven razón, son simples y digeribles, pero a las minorías se las machaca en lugar de comprenderlas y respetarlas. Cuando terminó la oratoria del sacerdote me di cuenta de que no mostré mi pésame a nadie, luego me di cuenta de que me lo debían mostrar a mí y que muchos lo hicieron, y aunque para otros no mostrar condolencias es una falta de consideración para mí resultaba un acto correcto, una opción distinta y se acabó.

Yo no sentía la muerte de mi abuelo, no me dolía, y sin embargo no soportaría que me dijeran que le faltaba el respeto a la familia y a mi abuelo concretamente por no mostrar mi pésame. Supongo que el velatorio, esas palabras de pésame, toda esa parafernalia y protocolo que rodea a la muerte no son más que estética, una especie de moda y de pasos a repetir como en una pasarela y que si no cumples pues te acusan de falta de consideración o de respeto.



Por último, llegamos al cementerio. Allí metieron a mi abuelo en un boquete y lo taparon con una lápida agarrada con cemento. Me despedí de él, en silencio, con respeto, con auténtico cariño, como debe ser, pero sonriendo, porque él lo habría querido así y así intuía que debería ser. Cuando salí del cementerio me acordé de todas las cosas que me había dicho mi abuelo. Pensaba en  que ya era hora de hacer algo de provecho, de que ya bastaba de autodestruirme y malgastar mi vida entre fiesta y fiesta, puesto que la juventud no iba a durar para siempre. Debía encauzarme en la vida, ser un hombre volitivo, fuerte, firme, obstinado pero flexible en el oído para aprender de los demás.



Y eso me propuse, estaba decidido a ser mejor, a cultivarme, a buscar nuevos retos. Casi llegando a casa, veía a mis familiares tristes, caídos, eran como chatarra, hombres despedazados por el dolor y la pérdida. Sin embargo, yo me encontraba alegre, casi florecido, como si no hubiera pasado la noche en vela, porque sabía que mi abuelo estaría orgulloso de mí por haber escogido un nuevo camino, otro modo de vivir. A partir de ahora sería un hombre de voluntad, un hombre de acción y pensamiento, un hombre, en definitiva, nuevo que se haría a sí mismo con sus propias manos.

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